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Y SI ENEMIGO NO HUBIESE. ¿DÓNDE EMUEREN LOS PÁJAROS III?
David Escalona / Chantal Maillard.
D.E. –¿Por qué suena la grava si no pasa nadie?
Ch.M. – Siempre pasa alguien, algún ser, algún residuo. Siempre muere algo. Ahora mismo mueren cosas, animales, gente. Y no terminan allí donde mueren, aunque ya no pueda decirse que lo que sigue sea lo que ellos fueron. Todo ser es una línea de energía en trayectoria. La muerte es tan sólo una detención en el proceso. La grava suena para quien presta oído.
D.E. –Puede que lo terrible no sea la muerte, sino el no prestar el oído a quienes mueren injustamente. Me refiero a esos silenciados, a esos inocentes que caen en cada instante, en tierra de nadie, sobre la grava dura y fría. ¿Y la voz? ¿Cómo prestarles la voz?
Ch.M. –Es importante hacer silencio para oír. Morir nunca es justo. No lo es el ciclo del hambre en el que estamos atrapados. Injusta es la gran maquinaria. Por eso, si bien todos somos culpables (de la muerte de otros), todos también somos inocentes. Nadie pidió venir a este mundo. Y no nos dan las reglas del juego a iniciarlo. Lo iniciamos torpemente y con torpeza salimos de él. Mientras, tratamos de ponernos a salvo, cada cual como puede.
D.E. –Quizá, más que de justicia, sea cuestión de dignidad (me cuesta escribir estas palabras tanlastradas). “La herida nos precede,/ no inventamos la herida./ Venimos a ella y la reconocemos”, escribías en Matar a Platón. Con estas palabras aludías a la herida- acontecimiento, a esa grieta metafísica que resuena en las heridas de otros. De esta herida hablaba Deleuze, tomando como referencia a los antiguos estoicos y al poeta soldado Joe Bousquet, quien, tras quedar inválido en la Segunda Guerra Mundial por una bala que fracturó su columna, escribió postrado en una cama el resto de su vida. A pesar de todo, Bousquet no se limitó a resignarse y a contemplar este suceso violento como una tragedia. El escritor aceptó la herida e intuyó algo que lo excedía, como si a través de ella pudiera comunicarse con otros seres y tomar así conciencia de un extraño espacio compartido.
Ch.M. –Es que a través de lo que nos es común es como podemos llegar a comprender al otro. Y no hay nada más común que el dolor. El dolor traza puentes porque nadie se libra de él. Nos acecha a todos y, más tarde o más temprano, nos alcanza. Comprender al otro significa, desde nuestros compartimentos estancos, que seamos capaces de imaginar en el otro lo que hemos podido experimentar en propia carne. Es difícil pensar que otra forma de com-padecimiento sea posible. Cuando la comprensión no deriva de la propia experiencia, lo que puede haber son actitudes más o menos “caritativas”, más o menos “solidarias”, que resultan casi siempre no del compadecimiento, sino de la mala conciencia. Com-padecer es entender que todos somos igualmente culpables e igualmente inocentes.
D.E. –Supongo que para que pueda darse esa compasión es necesario
adelgazar nuestro “yo”, olvidarnos de lo que “somos” por unos instantes e intuir esa trama que todos conformamos. Y no sólo me refiero a las personas, sino a todos los animales y plantas que habitan este planeta, seres con los que podemos establecer relaciones diferentes a las que suele propiciar la lógica o el lenguaje. Puede ser que, cuando somos víctima de un acto de violencia intencionada o de un accidente que quiebra nuestras certezas y nos hiere, es cuando podemos tomar conciencia de ese animal que también “somos”, nuestra parte quizá más inocente.
Se escucha un mirlo en el claustro. ¿Lo oyes?
Ch.M. –Lo oigo. No dejo de oírlo. Lo oigo en mi interior desde hace mucho tiempo. Imagino a aquel monje o a aquella escribana que copiaban códices. Escucharon al mirlo y dejaron de saber cómo interpretar aquellas palabras tan abstractas, tan vacías, que estaban leyendo. Aeternus… La eternidad dejó de repente de ser un concepto, ensanchado, inmenso, ocupaba el espacio, era puro presente, un presente dilatado en el que todo tenía cabida. La voz del mirlo contenía la voz del universo. Su ley distaba de las normas tanto como distan las galaxias de la corteza terrestre. Y la memoria que se abrió era tan vasta que incluía todo aquello que no les pertenecía.
¿Qué oímos cuando dejamos de pertenecernos?
D.E. – Supongo que ecos, resonancias, ritmos, variaciones, intensidades… Oímos algo que no se deja atrapar con y en los conceptos, algo que, aunque no lo podamos reconocer, nos obliga a pensar, a crear palabras o ficciones, a mantener esta conversación. Pienso que nunca dejamos de pertenecernos, nunca podemos saltar sobre nuestra propia sombra. Lo interesante es quizá llegar a otros (otras sombras) “sin mí”, como escribías en Hilos, si mal no recuerdo. Siempre hay ecos de un pasado que nunca llega a pasar y que nos afecta. En un documento, una imagen o en un espacio puede latir una catástrofe pasada. Benjamin y Warburg creían que había fuerzas o energías que se transmiten sin palabras a lo largo de generaciones, un pathos transhistórico que sólo podemos intuir cuando dejamos de vivir replegados sobre nosotros mismos, cuando dejamos de pertenecernos y nos abrimos a esa vasta “realidad” heterogénea y anacrónica que es nuestro mundo. Pienso que lo interesante es amplificar los ecos que atraviesan la Historia y hacerlos presente de alguna forma. Me refiero a las vidas truncadas de los silenciados o desaparecidos que nadie recuerda. Sin duda hablo de hacer otras lecturas fuera de los discursos dominantes, de hacernos cargo de los vencidos, cuyos deseos, de haberse efectuado, hubieran cambiado tal vez el curso de la historia.
Ch.M. –Piensa que los vencidos son siempre más, muchos más, que los vencedores. Más los que no tienen voz que los que la tienen. Pero también están los que se callan, no aquellos a los que se silencia a la fuerza, sino aquellos que enmudecen o susurran, o aquellos que hablan con otra voz, la del pájaro, por ejemplo, o la de cualquier otro animal, lenguajes que no entendemos, que no estamos dispuestos a entender o a los que no prestamos oído. Pienso que el recluido, en su celda de piedra, de bosque o de carne, el enmudecido, es quizás el único que podría, actualmente, indicarnos el camino de retorno indispensable para el conocimiento de lo que somos.
D.E. – Si pudieran susurrarnos los muros de este imponente edificio… Si las piedras y los cipreses del Patio de los Inocentes pudieran hablarnos de aquellos que enmudecieron o hablaban el lenguaje de los pájaros. Fueron muchos los recluidos, los enfermos, los locos, los endemoniados, los huérfanos. En una de las naves encontraron unos juguetes antiguos, deteriorados por el paso del tiempo.
Ch.M. – Es realmente impactante encontrar juguetes en un sitio de reclusión. Pequeños objetos construidos con los materiales que tenían a mano en su encierro: un avión hecho con hojas de papel impreso, una pelota de cuero. Aquel que tiene la capacidad de jugar es por que no ha perdido aún la inocencia. En la pobreza más extrema y en lugares donde uno pierde la identidad, el niño o el inocente, juega. Y se pierde, sabe perderse en ello. Ése es su don, ésa su riqueza. Atraviesa el aire en las alas de un avión de papel o en la mirada que sigue la trayectoria de la pelota y en el aire es libre. Libre de la orfandad, del dolor punzante que atraviesa los pulmones, del errático vaivén de la mente, de la invalidez, del rechazo de los otros, de la burla, el agravio, la piedad, la marginación, de la muerte que acecha detrás de la cortina o en la cama contigua, del miedo. La pelota, el avión: objetos de vuelo para los pájaros. El inocente es ese pájaro que muere en cualquier lugar sin que nos percatemos de su ausencia. Pero es también el que conoce la trayectoria de las aves.
D.E. – Acabas de recordarme unas escenas de la película El espejo de Tarkovsky. En ellas aparecen unos pájaros que, a modo de testigos, sobrevuelan la Historia de los hombres en diferentes escenarios de muerte, destrucción, enfermedad y dolor. Estos seres de vuelo, que podrían relacionarse con tu “Cual-pájaro”, parecen tener la capacidad de transcender las miserias y tragedias humanas… ¿No crees que el cruel juego de la guerra tiene algo de inocencia? ¿Hasta qué punto un verdugo es inocente? Jean Améry pensaba que los miembros de la Gestapo que lo encerraron y lo torturaron, hasta reducirlo a un haz de fuerzas en su agonía, eran inocentes, pues se limitaban a acatar órdenes como autómatas. Incapaces de empatizar con sus víctimas, eran víctimas a su vez de la gran maquinaria de muerte de la que formaban parte y que fue consecuencia del capitalismo tardío. La violencia y nuestras propias
heridas parecen tener siempre una dimensión social, es decir, parecen ser producidas por unas formas de vivir o unos modos de actuar normalizados. Vivimos en una sociedad bastante acelerada y violenta. “¿Qué herida no es de guerra y producida por la sociedad entera?”, preguntaba Deleuze.
Ch.M. –¿Y cuando no fue así? ¿No es acaso la violencia la ley del universo? No es el amor lo que sostiene el mundo, como a muchos les gusta pensar, sino la violencia. El Hambre es lo que mueve la maquinaria de la que los humanos formamos parte. No vivimos, exactamente, sino que sobre-vivimos: vivimos-sobre una montaña de cadáveres. Gracias a ellos. Y esto no es debido al capitalismo ni a la tecnología ni a ningún sistema o estrategia de los que nos valemos para seguir adelante, sino a la propia naturaleza de la existencia. Y si bien ahora la violencia global nos parece más impactante es por dos razones: por la existencia de los actuales medios de representación que nos hacen más conscientes de ello y porque nuestra especie es ahora mucho más numerosa de lo que era hace algunos siglos. ¿Inocentes? Sí, por supuesto: no hemos inventado la maquinaria. ¿Culpables? sí, también: no sólo no le ponemos fin sino que la consideramos hermosa.
D.E. –Somos dados a crear diferencias para excluir. Necesitamos de los otros a quienes temer, ridiculizar, agredir, insultar, odiar, negar …. Necesitamos trazar fronteras y poner alambradas, crear al enemigo para afianzar nuestra identidad individual y colectiva. Necesitamos del hambre de millones de personas para perpetuar nuestro sistema.
Ch.M. –Si, pero… ¡Y si enemigo no hubiese! Y de nuevo me remito a lo común, a lo que podría unirnos más allá de todas las diferencia, la conciencia del dolor al que todos, de una manera u otra, más tarde o más temprano, estamos abocados. Caemos al mundo con dolor, en nuestras sociedades generalmente en una cama de hospital, y salimos de él también con dolor y, muy frecuentemente, en otra cama de hospital. Nacemos con dolor, morimos de la misma manera. De una tina a otra tina, como dice un haiku. De la cuna al ataúd. Y entretanto nos enfrentamos a la pérdida, a la ausencia, a la intemperie. Si tomásemos conciencia de que la herida nos pertenece a todos, tal vez, mientras tanto, dejaríamos de inventar al enemigo.
En cada una de las camas hay agujeros, tus agujeros negros, David, a los que se asoman los pájaros. Esos agujeros-túnel nos comunican, es lo que asoma en superficie del rizoma de vida que somos bajo las sábanas.
D.E. – Te refieres a esos dibujos sobre camas de hospital de la serie “Vendados” que surgieron paralelamente a tus poemas de “Sidermitas” como un diálogo. Me pareció interesante partir de estas imágenes, en esta ocasión, para la instalación del Hospital Real de Granada, pues su historia y su arquitectura se prestaban a ello. Pensé en 5 camas de hierro alineadas. En cada cama, una ausencia. En una de ellas, un círculo, negro como los pájaros que revolotean alrededor. Este agujero simulado es un punto ciego, una densa sombra de la que podría surgir o que podría engullir todo cuanto observamos. El agujero es como un túnel que comunica con otras realidades, una hendidura por la que fugarnos hacia no se sabe dónde. Es esa inconmensurable otredad indiferenciada que, como la muerte, se resiste a ser representada. Esta apertura tenebrosa es como el universo concéntrico, concentrado sobre las sábanas-pliegues donde el dolor, el yo-dolor, se disuelve en un grito-pájaro. Pero tú lo dijiste: “una sombra no hace la noche entera”.
El agujero es la pérdida, el extravío. Pero también es el encuentro con lo desconocido, la abertura a las diferencias y a la posibilidad de cambio. Y de ahí la angustia que nos produce contemplarlo. De él emergen susurros, ecos, resonancias de otros tiempos y lugares.
Ch.M. –Sí, ese es el el universo-resonancia de los sidermitas, el no-lugar desde el que caen esos seres, ignorantes de todo cuanto ocurre, como cae todo ser al mundo de las diferencias. Nacer es caer al mundo. Y quedan atrapados en la rueda del Hambre. Víctimas que no están preparadas para el juego de la agresión. Víctimas que tendrán que convertirse en verdugos. Verdugos-víctimas que, agarrados al borde de la circunferencia-abismo querrán volver a él y no sabrán cómo. No sabrán cómo porque en superficie el agujero-túnel aparece como el azogue de un espejo en el que sólo verán reflejada su propia imagen.
D.E. –Al final de las blancas e impolutas camas, dos frágiles esgrimistas, en sillas de ruedas, con trajes asépticos y empuñando un florete, parecen estar a punto de comenzar o acabar un combate. Éstos son una metáfora del duelo, de la resiliencia o la capacidad del ser humano para superar la adversidad y salir reforzado por ella. Tras las máscaras negras de rejilla no hay nada ni nadie. Hay túnel, caída, agujero del que emerge el canto de un mirlo. El mismo mirlo que revoloteaba por el claustro cuando Ludovico lo oyó y dejó de entender lo que leía. El mismo mirlo que Juan de los Enfermos, “el vendedor de libros”, escucharía desde su celda.
Ch.M. – A veces el combate es una manera de amarnos. Apelar a la coincidencia de los túneles, reclamar una nueva inervación de los miembros amputados del cuerpo común que formamos entre todos. La compasión no tiene nada que ver con el sentimentalismo. Este suele generarse por los modelos conceptuales que tenemos introyectados. La compasión adviene cuando quebramos el espejo y constatamos su profundidad. Los túneles son vías para el reconocimiento. ¿Se atreverá alguien a contemplar la superficie del círculo? ¿Se detendrá alguien en el patio de los Inocentes para escuchar el mirlo? No es una obra de arte lo que ofrecemos aquí, o no ha de entenderse como tal, sino como una ocasión para la escucha. Un simple, sencilla ocasión para, al amparo de estos muros, devolvernos, por un instante –un instante eterno– la dimensión de nuestra inocencia.
Exposición en el Hospital Real de Granada.
Instalaciones en la Sala de la Capilla e intervención en el el Patio d los Inocentes.
Organiza: FACBBA